Cada día la veía sonreírle al atardecer, siempre a
la misma hora, y siempre encerrada en el circulito del telescopio, siempre solo
no más que durante diez minutos. Recoger delicadamente la ropa del tendedero,
mirar el vacío de la distancia sin sospechar en ningún momento que la vigilaba
en el aire de esa distancia un ojo vestido de soledad. Al acabar su tarea,
aparecía el otro desconocido con dos copas, le daba un beso y se sentaban a
rastrear en el cielo las primeras estrellas. Era el momento de dejarlos y era
el momento triste de prepararme la cena
( Modisto)