Las aventuras de Deperente XLIII
El paseo, todas las
mañanas a partir de las siete treinta AM, era siempre el mismo: su casa daba
directamente al lateral este de Central Park, pero nunca entraban en él a la
ida, lo bordeaban por la Quinta
avenida, y volvían girando a la derecha, y penetrando ya sí en el parque por
uno de sus accesos invisibles, donde seguían minuciosamente el mismo camino por
sus calles de idas y venidas. Total: entre cuarenta y cinco y cincuenta minutos
de buen paso. A Morbo le gustaba, él siempre movía su cola, porque, como su
dueña, era amante de una cierta rutina deliciosa de pájaro en vuelo que no
perdía de vista la tierra.
Después, ducha. Todo
dejado en orden. Cierre de puerta y media jornada. Lucille estaba prejubilada,
y el gobierno francés pagaba hasta completar la nómina. El trabajo no era duro
pero sí rutinario, como su vida y sus paseos. De esa forma nunca tuvo problema.
Además, siempre estuvo muy bien considerada en la empresa multinacional para la
que trabajaba desde los veinticinco años, y se había ganado un prestigio,
difícilmente superable, como traductora.
Tenía Morbo unas pintas
negras en su lomo que lo hacían especialmente atractivo tanto para su dueña
como para los vecinos y amigos, y siempre era agradecido con los mimos y
caricias.
Cuando Deperente llegó al
cadáver ya viejo de Lucille, que yacía bajo un roble, el cuerpo destrozado y
con grandes moratones, su sexo, inmaculado hasta ese día en que The Beatles
cantaban sobre una terraza Get back en Londres con la gente abajo boquiabierta,
se desangraba en río de serpientes enloquecidas, sintió las náuseas previas a
ser huida.
Morbo, mientras tanto,
aullaba su desconsuelo minutos antes de lanzarse, quizás para inútilmente ser
pájaro, a las vías de un tren que lo arrastró metros y metros de su desamparo.
(Modisto)