Las aventuras de Deperente XLV
La historia de aquellos
tres cuerpos sin vida ocupando espacio
en un apartamento de la calle catorce, le llegó a Deperente de manera
indirecta. Había salido del bar de Moses dispuesto a llegar a casa andando y
luchar contra el insomnio, cuando pasando por la ciento sesenta y ocho, la vio
llena de luces. Parecía Navidad, pero aún era verano de sudor y balcones
abiertos a media tarde. Eran ambulancias y coches de policía. Se acercó al
lugar, más que por un deber ético, él sabía que compañeros suyos desconocidos
ya estarían trabajando en lo que fuera y que estaban mejor preparados que él,
lo hacía por un no querer enfrentarse una noche más a sus soledades nocturnas
de paredes desconchadas y memoria de abismo.
Agnes vivía sin saberlo.
Pasaba los días sin vivirlos. Y su vida transcurría atada a una silla de
ruedas. El accidente ocurrió dos años atrás en el cruce de una carretera de
lluvia. Los frenos le fallaron, y el vehículo trazó círculos y círculos hasta volcar
ciento ochenta grados su cuerpo de chapa. Desde ese momento, Paul Addlen tuvo
que acoplarse a una nueva situación de incertidumbre. Contrató a Aamaal, una
Armenia sin patria, de indefinida edad, que se entregó en
cuerpo y alma a la mujer inexpresiva que la miraba con sus ojos de siempre.
Los encuentros, primero
fueron fortuitos; después, calculados; y siempre arropados por el deseo. Paul
dejaba las herramientas en la cocina, y allí, Aamaal le tendía su mano. Después
charlaban tranquilamente sobre cómo les había ido la jornada, hasta que ella,
invariablemente, a las siete PM, miraba el reloj, suspiraba y se marchaba a su
casa.
Hubo finalmente una tarde
definitiva, una tarde de rosas y de sangre. Tras el suspiro de las siete AM,
Aamaal intentó irse pero no lo consiguió, se quedaron pegados sus labios a los
de él. Y las cuatro manos fueron desenfrenadamente a investigar la piel del
otro. Jadearon, sudaron y se acoplaron durante unos minutos de no ser de esta
vida gris, sino de otra vida de palomas en vuelo.
El rostro gélido de Agnes
permaneció en su laberinto inerte. Paul la miraba a la manera de los que se
sienten culpables. Y en el rostro de esa mujer ingrávida se perfiló una
lágrima, el único sentimiento palpable desde sus vueltas y revueltas en el
coche. Y Paul se zambulló en su marasmo de angustia que lo empujó hacia la
pistola que tenía escondida en su mesita de noche, y a la que jamás había hecho vivir.
Disparó primero sobre el cuerpo
adormilado de Aamaal, que lo miró un segundo desde sus profundos ojos negros; y
después, sobre Agnes, donde exactamente el disparó impactó contra su gota
resbaladiza y salada; por último, y era lo más último, Paul acercó la pistola a
su sien; y la noche de Nueva York se cerró con esos tres destellos.
Deperente ya sabía que en
aquella noche no tendría que luchar contra su insomnio porque la noche iba a
ser muy larga.
(Modisto)