Las aventuras de Deperente XXVII
-Aún desconozco la trama
de este asunto y ya sé quién ha sido el asesino.
-¿Por qué dices eso?
-Los años.
El último caso de
Deperente coincidió con una luna llena y con un hombre lobo que vagó por la
ciudad devorando bellas jóvenes vírgenes. Las seducía, las llevaba a cualquier
descampado en su auto y allí las mataba a puñetazos, arañazos y mordiscos por
espalda, rostro, brazos, piernas y sexo.
El año de dos mil cinco no
fue un año especial en la vida de los hombres ni marcó un antes ni un después
en nada. Y sin embargo, todos los que lo sobrevivieron respiraron ese extraño
olor a almendras amargas que dejan los años sin huella y sin memoria. Deperente
lo recordaría cinco años más tarde como el año de su retirada y como el año del
hombre lobo.
Clarence Thompson era un
modesto propietario de una vida gris hecha a sí mismo al estilo del sueño
americano despierto cuando aún casi no había empezado ni a soñarlo. Llevaba desde los
quince años vendiendo cosas tan variadas como filtros de cafetera o equipos de
cisterna; y pasados los cincuenta, se dio cuenta que, aunque su padre decidió
que su vida fuera una ruta segura de carretera secundaria apenas transitada,
todo debía cambiar y debía cambiar para hacer el mal, pues ya bastantes años
había hecho el bien. Lo más excitante que había hecho hasta entonces era
coleccionar mariposas de vivos colores y firmar el divorcio solicitado por su
mujer, que alegaba que Clarence era un adicto al aburrimiento.
La primera víctima
apareció una mañana de julio de aquel año. La víctima era una inmigrante neozelandesa
que aspiraba a ser actriz en Broadway. Las siguientes, un tanto de lo mismo. Y
Deperente las conoció a todas, una por una, cuando ya estaban muertas. Era
ridículo ponerles una biografía aquellas salientes de la adolescencia. Pero a
él le entretenía. Lo hacía por morbo. Y porque tendía un hilo invisible que lo
llevaría hasta el asesino.
Las pruebas recopiladas
eran suficientes pero no lo suficientemente claras, por eso, decidió probar, no
con la sustancia, sino con las siluetas de las pruebas. Trozos de pelo de
alguien que jamás había hecho nada malo, la luna llena, huellas indescifrables,
espermas anónimos y tornillos, siempre aparecían tornillos por los alrededores
de los cuerpos. Tocó, acarició y miró largamente cada uno de los elementos, trazó
líneas sobre un mapa en los lugares de las muertes y calculó dónde estaba y
hacia dónde se dirigía todo. Uno de los tornillos era raro. No respondía a ninguna
de las características de los tornillos actuales. Era un torx de cinco puntas
hacia abajo, que según los expertos del laboratorio, solo se podían adquirir en
ferreterías especializadas, de esas que llevan años y años en la misma esquina
sobreviviendo al tiempo y a la miseria de las grandes superficies.
En la quinta ferretería
que visitó, siguiendo la lista de ferreterías que se ajustaban al perfil
buscado de ferreterías de toda la vida, Deperente fue atendido por un hombre de
más de cincuenta años, con pelo por todos lados menos en su cabeza y sin ningún
atractivo. Se miraron fijamente a los ojos solo un instante, el dependiente no
pudo soportar la mirada del Teniente del Departamento de Policía del Amor, que
se había criado en el barrio de Harlem en los años cuarenta siempre rodeado de
negros y de jazz.
(Modisto)