Las aventuras de Deperente XXVIII
De lo único que estaba
seguro Deperente aquella mañana, era de que ese día mucha gente iba a morir en
el mundo. Tanta, que iba a ser imposible contarla con exactitud, pero tan poca,
que no serían capaces de parar el destino del tiempo. Pero a él solo le
interesaba una muerte, la de Susan, Susan Maude, que había vivido toda su vida
sola en un espacioso, confortable y caro apartamento de Roosevelt Island., y
ahora se la veía sobre su alfombra con una mancha roja sobre su frente y con
los brazos abiertos como queriendo entregarse a la humanidad o a un amor
imposible.
A Susan no se le había
conocido ni marido ni novio en sus sesenta y tres años de vida. Y Susan había
sido feliz así. Pero en las últimas semanas, un tenedor de libros había rondado
su casa por las noches. Sus vecinas aseguraban que un tipo alto con gabardina y
de buen aspecto, aparecía por allí con aire distraído pero sabiendo muy bien
adónde iba.
El aire se filtraba por
las heridas de la soledad y se unía al cosmos de la ingravidez de las palabras,
para decir, en un tono neutro y casi silencioso, yo sé que vienes para lo que
vienes, pero eres bienvenido.
Y fueron bienvenidas las
caricias y los besos, los abrazos y las penetraciones. Y como en el mundo casi
nadie vivía consolado, la vida se les
fugaba por aberturas sin contraseñas. En resumidas cuentas, la gente dice poco
más de hola y adiós; y eso, cuando son educados, que no todo el mundo lo es. En
general, todos vivimos escondidos de los otros.
John Aldrin, cuarenta y
siete años, vivía en Seattle con traje nuevo cada día, pañuelo de seda al
cuello, anillos de oro y un par de muy buenos coches. Deperente llegó hasta él
después de muchos cafés, cigarros, entrevistas, descripciones… En definitiva,
todo a costa de su salud. Y Cuando llegó hasta él no lo abordó, ni siquiera
habló con él en la primera ocasión. Estuvo observando sus movimientos durante
una semana completa, y un miércoles atravesó sus ojos claros con su mirada de
fuego.
-¿Tienes a alguna otra
vieja en nómina para matarla? ¿O vas a esperar a que se te acabe el dinero?
-Ni una cosa ni la otra,
gilipollas. ¡Dime ahora mismo quién eres, o te reviento la cabeza!
-Tranquilo, soy policía y
he venido desde Nueva York a pedirte un autógrafo.
-Eres muy gracioso.
-Lo justo para meterte
miedo.
-Además de gilipollas eres
imbécil. Sabes que no puedes hacerme nada aquí.
-Ahora no. Pero siempre
hay un luego, un más tarde, un pasado mañana.
Era una hora en que las
calles estaban prácticamente desnudas, y una hora donde nadie esperaba ya nada
de ese día. Y del siguiente, la mayoría tampoco esperaba mucho, solo lo justo
para seguir respirando.
John Aldrin vivió durante
días y días obsesionado por primera vez por su culpa y por la omnipresente presencia
del tal Deperente día y noche, haciéndose ver bajo farolas, calles estrechas o
largas y anchas avenidas. A veces le sonreía, otras no, pero siempre era esa
mirada de fuego que traspasaba la piel. A todo eso se le unía que el dinero
empezaba a escasearle, pues la vieja neoyorkina tenía capital, pero no era
exactamente rica.
Se había equivocado. Y
antes de lo que pensaba tuvo que cambiar de domicilio. Pero no lo iba a hacer
solo. El viento de aquella noche corría en su contra. Y John andaba desesperado.
Todo le vino en una bienvenida malllegada de policías que lo acorralaron en una
trampa que él mismo se había construido.
Deperente empezó a sentir
unos deseos enormes de reír a carcajadas. Hacía demasiadas semanas que no lo
hacía. Se cogió del brazo de Marian Summer, una oficial veterana, a punto de
jubilarse, que le hizo creer al ingenuo de Aldrin que iba a caer rendida a sus
encantos. Aldrin sabrá después, que además de policía, Marian era lesbiana y
jamás se interesó por ningún otro hombre que por su padre, también policía, que
murió en un asalto de cuatro heroinómanos a una
sucursal de un banco de Manhatan.
Marian y Deperente
necesitaban un bar cercano antes de coger el vuelo hacia Nueva York.
(Modisto)
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