domingo, 21 de septiembre de 2014

BIENVENIDA MALLLEGADA


 
Las aventuras de Deperente XXVIII

De lo único que estaba seguro Deperente aquella mañana, era de que ese día mucha gente iba a morir en el mundo. Tanta, que iba a ser imposible contarla con exactitud, pero tan poca, que no serían capaces de parar el destino del tiempo. Pero a él solo le interesaba una muerte, la de Susan, Susan Maude, que había vivido toda su vida sola en un espacioso, confortable y caro apartamento de Roosevelt Island., y ahora se la veía sobre su alfombra con una mancha roja sobre su frente y con los brazos abiertos como queriendo entregarse a la humanidad o a un amor imposible.

A Susan no se le había conocido ni marido ni novio en sus sesenta y tres años de vida. Y Susan había sido feliz así. Pero en las últimas semanas, un tenedor de libros había rondado su casa por las noches. Sus vecinas aseguraban que un tipo alto con gabardina y de buen aspecto, aparecía por allí con aire distraído pero sabiendo muy bien adónde iba.

El aire se filtraba por las heridas de la soledad y se unía al cosmos de la ingravidez de las palabras, para decir, en un tono neutro y casi silencioso, yo sé que vienes para lo que vienes, pero eres bienvenido.

Y fueron bienvenidas las caricias y los besos, los abrazos y las penetraciones. Y como en el mundo casi nadie vivía consolado, la vida se les fugaba por aberturas sin contraseñas. En resumidas cuentas, la gente dice poco más de hola y adiós; y eso, cuando son educados, que no todo el mundo lo es. En general, todos vivimos escondidos de los otros.

John Aldrin, cuarenta y siete años, vivía en Seattle con traje nuevo cada día, pañuelo de seda al cuello, anillos de oro y un par de muy buenos coches. Deperente llegó hasta él después de muchos cafés, cigarros, entrevistas, descripciones… En definitiva, todo a costa de su salud. Y Cuando llegó hasta él no lo abordó, ni siquiera habló con él en la primera ocasión. Estuvo observando sus movimientos durante una semana completa, y un miércoles atravesó sus ojos claros con su mirada de fuego.

-¿Tienes a alguna otra vieja en nómina para matarla? ¿O vas a esperar a que se te acabe el dinero?
-Ni una cosa ni la otra, gilipollas. ¡Dime ahora mismo quién eres, o te reviento la cabeza!
-Tranquilo, soy policía y he venido desde Nueva York a pedirte un autógrafo.
-Eres muy gracioso.
-Lo justo para meterte miedo.
-Además de gilipollas eres imbécil. Sabes que no puedes hacerme nada aquí.
-Ahora no. Pero siempre hay un luego, un más tarde, un pasado mañana.

Era una hora en que las calles estaban prácticamente desnudas, y una hora donde nadie esperaba ya nada de ese día. Y del siguiente, la mayoría tampoco esperaba mucho, solo lo justo para seguir respirando.

John Aldrin vivió durante días y días obsesionado por primera vez por su culpa y por la omnipresente presencia del tal Deperente día y noche, haciéndose ver bajo farolas, calles estrechas o largas y anchas avenidas. A veces le sonreía, otras no, pero siempre era esa mirada de fuego que traspasaba la piel. A todo eso se le unía que el dinero empezaba a escasearle, pues la vieja neoyorkina tenía capital, pero no era exactamente rica.

Se había equivocado. Y antes de lo que pensaba tuvo que cambiar de domicilio. Pero no lo iba a hacer solo. El viento de aquella noche corría en su contra. Y John andaba desesperado. Todo le vino en una bienvenida malllegada de policías que lo acorralaron en una trampa que él mismo se había construido.

Deperente empezó a sentir unos deseos enormes de reír a carcajadas. Hacía demasiadas semanas que no lo hacía. Se cogió del brazo de Marian Summer, una oficial veterana, a punto de jubilarse, que le hizo creer al ingenuo de Aldrin que iba a caer rendida a sus encantos. Aldrin sabrá después, que además de policía, Marian era lesbiana y jamás se interesó por ningún otro hombre que por su padre, también policía, que murió en un asalto de cuatro heroinómanos a una sucursal de un banco de Manhatan.

Marian y Deperente necesitaban un bar cercano antes de coger el vuelo hacia Nueva York.

(Modisto)

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