Las aventuras de Deperente XLII
No se sabe muy bien cómo,
Deperente se vio con una entrada entre las manos para el New York City Ballet
para esa misma noche. Función de las 9:00 PM. Fila siete. Asiento cinco.
Bastante centrado. Peter Martins y Suzanne Farrell.
Pero antes tenía
concertada una cita con Privilegio Daconte, un pequeño empresario de mediana
edad, acosado por las deudas, por la mafia, con la que colaboraba forzosamente
pagándole una protección, y por su esposa, una adicta a los tratamientos de
estética de los que jamás salía bien porque jamás podía decirse que estuviera
razonablemente bien, ni para sus ojos ni para los de los demás.
A Privilegio últimamente
lo vigilaban. No sabía si por los italianos, por Hacienda o por la Policía. Y venía
directamente a aclarar el asunto. Cuando salía de casa allí estaba el tipo del
sombrero gris y gabardina trasnochada en la acera de enfrente, y cuando
desayunaba en el bar de Smith, y cuando atendía su negocio, y cuando volvía a
casa. Privilegio era cobarde por naturaleza y encendía un cigarro tras otro
mientras hablaba con Deperente. Una vez aclarado que la Policía no tenía nada
contra él, seguía encendiendo cigarros y se apabullaba contra las esquinas de
la verdad.
Deperente intentó tranquilizarlo
con palabras de sosiego que sonaban a mentiras piadosas. Naturalmente que tenía
razones para preocuparse, un gángster a sus espaldas o un inspector de Hacienda
no son agradables compañías, pero no iba a ser él quien le diría cosas tan
obvias. Deperente odiaba explicar lo obvio.
Cuando lo llamaron a su
despacho para decirle que el hombre que lo había visitado fue tiroteado en la
misma puerta de la Comisaría ,
Deperente sabía que aquello le iba a llevar varias horas.
En el programa de mano que
Secominuca dejó abandonado en el asiento libre de la fila siete, justo a su
lado, no se decía que las bailarinas abandonadas y secuestradas por las fuerzas
del mal, siempre lloran y acaban vagando por fantasmales caminos de soledad
hasta la muerte.
Cuando las luces del Lincoln
Center se apagaron, Deperente tragaba saliva al recordar que alguien
disfrutaría de un espectáculo solo propio de la ciudad de Nueva York, mientras él
intentaba esclarecer las oscuridades que toda muerte arrastra.
(Modisto)
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