sábado, 21 de marzo de 2015

ASIENTO VACÍO


Las aventuras de Deperente XLII


No se sabe muy bien cómo, Deperente se vio con una entrada entre las manos para el New York City Ballet para esa misma noche. Función de las 9:00 PM. Fila siete. Asiento cinco. Bastante centrado. Peter Martins y Suzanne Farrell.

Pero antes tenía concertada una cita con Privilegio Daconte, un pequeño empresario de mediana edad, acosado por las deudas, por la mafia, con la que colaboraba forzosamente pagándole una protección, y por su esposa, una adicta a los tratamientos de estética de los que jamás salía bien porque jamás podía decirse que estuviera razonablemente bien, ni para sus ojos ni para los de los demás.

A Privilegio últimamente lo vigilaban. No sabía si por los italianos, por Hacienda o por la Policía. Y venía directamente a aclarar el asunto. Cuando salía de casa allí estaba el tipo del sombrero gris y gabardina trasnochada en la acera de enfrente, y cuando desayunaba en el bar de Smith, y cuando atendía su negocio, y cuando volvía a casa. Privilegio era cobarde por naturaleza y encendía un cigarro tras otro mientras hablaba con Deperente. Una vez aclarado que la Policía no tenía nada contra él, seguía encendiendo cigarros y se apabullaba contra las esquinas de la verdad.


Deperente intentó tranquilizarlo con palabras de sosiego que sonaban a mentiras piadosas. Naturalmente que tenía razones para preocuparse, un gángster a sus espaldas o un inspector de Hacienda no son agradables compañías, pero no iba a ser él quien le diría cosas tan obvias. Deperente odiaba explicar lo obvio.

Cuando lo llamaron a su despacho para decirle que el hombre que lo había visitado fue tiroteado en la misma puerta de la Comisaría, Deperente sabía que aquello le iba a llevar varias horas.

En el programa de mano que Secominuca dejó abandonado en el asiento libre de la fila siete, justo a su lado, no se decía que las bailarinas abandonadas y secuestradas por las fuerzas del mal, siempre lloran y acaban vagando por fantasmales caminos de soledad hasta la muerte.

Cuando las luces del Lincoln Center se apagaron, Deperente tragaba saliva al recordar que alguien disfrutaría de un espectáculo solo propio de la ciudad de Nueva York, mientras él intentaba esclarecer las oscuridades que toda muerte arrastra.



(Modisto)  

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