sábado, 12 de julio de 2014

SOLEDADES CRUZADAS


 
Las aventuras de Deperente XXIV


La madre de Deperente era dueña de un enorme cuerpo que no tenía nada que ver con el de su marido. Se pintaba las uñas por la mañana como primera misión, y a partir de ahí dejaba que su hijo se criara libremente, dejándose llevar por las idas y las venidas del capricho del viento. Solo se entretenía la señora Deperente con su cuidado personal y con la escucha de las músicas que le llegaban distraídas desde balcones, ventanas y azoteas. A la señora Deperente le embaucaban la suave dulzura de sus miserias y el olor cristalino de su piel. De joven fue bonita, resultona, así sin más y sin menos, y la paleta de colores de la vida creía que siempre le iba a sonreír. Pero sus esbeltas formas se arrugaron con la edad y con un parto no deseado, y también por culpa de unas pastillas que tomó para un tratamiento de hormonas. Sin embargo, ella seguía siendo para sí misma la más encantadora de las mujeres con las que se topaba y a las que criticaba en silencio. Pero llegó un día en que ya apenas saldría de casa. Arrinconada en su más íntimo yo, comenzó sin descanso a coleccionar soledades. Y aún era joven, pero la marchita sombra del destino la cubriría para siempre. Ahora se acostaría de nuevo, como hacía siempre tras el desayuno, con las uñas aún húmedas por el esmalte y con el corazón lleno de lágrimas escondidas. Deperente se le quedaría mirando, y rápidamente volvería a jugar con su tren de madera.
(Modisto)

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