Las
aventuras de Deperente XXIV
La madre de Deperente era
dueña de un enorme cuerpo que no tenía nada que ver con el de su marido. Se
pintaba las uñas por la mañana como primera misión, y a partir de ahí dejaba
que su hijo se criara libremente, dejándose llevar por las idas y las venidas
del capricho del viento. Solo se entretenía la señora Deperente con su cuidado
personal y con la escucha de las músicas que le llegaban distraídas desde
balcones, ventanas y azoteas. A la señora Deperente le embaucaban la suave
dulzura de sus miserias y el olor cristalino de su piel. De joven fue bonita,
resultona, así sin más y sin menos, y la paleta de colores de la vida creía que
siempre le iba a sonreír. Pero sus esbeltas formas se arrugaron con la edad y
con un parto no deseado, y también por culpa de unas pastillas que tomó para un
tratamiento de hormonas. Sin embargo, ella seguía siendo para sí misma la más encantadora
de las mujeres con las que se topaba y a las que criticaba en silencio. Pero llegó
un día en que ya apenas saldría de casa. Arrinconada en su más íntimo yo,
comenzó sin descanso a coleccionar soledades. Y aún era joven, pero la marchita
sombra del destino la cubriría para siempre. Ahora se acostaría de nuevo, como
hacía siempre tras el desayuno, con las uñas aún húmedas por el esmalte y con
el corazón lleno de lágrimas escondidas. Deperente se le quedaría mirando, y
rápidamente volvería a jugar con su tren de madera.
(Modisto)
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