Las aventuras de Deperente XXXII
Cuando
llegaban las diez de la noche de cada final de jornada, y los niños y el marido
dormían, era cuando Martha Withsbourgh encendía un cigarro y lanzaba su humo al
cielo pausado de Nueva York, y era cuando también lanzaba a las estrellas las
sombras de su vida, resumidas en unas pocas palabras retenidas en un grito de
dolor que eran un susurro en sus labios. Tengo ganas de aburrirme. Y a
continuación, aún más bajo, se decía, y no sé cómo.
La
respuesta le vino una tarde tórrida de singular belleza cuando lo vio venir
otra vez completamente borracho y dispuesto a meterse en sus narices, y delante
de los niños, una rayita.
Que
me canso de todo lo que me pasa. Que me canso de ti. Que me canso hasta de los
niños. Que estoy cansada de mi vida. Que tengo ganas de aburrirme. Y que no sé
cómo conseguirlo si no es matándote de forma fulminante con este cuchillo
porque no tengo otra cosa.
El
hijo pequeño perdió el habla y no la recuperó jamás; el mayor, vive desde
siempre en un mundo que no es este.
A Deperente
lo avisaron dos horas más tarde, interrumpiéndole un vuelo de nenúfares hindúes
que se colaban por la retina de un niño
que veía a su padre muerto en Gaza.
Se
duchó con agua fría, y pensó que tenía ganas de aburrirse.
(Modisto)
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