Las aventuras de Deperente XXXIV
Después de la taza de café, empieza verdaderamente
la conversación. Se llenan dos copas de whisky, y las palabras representan otra
cosa. Son lo real.
-Mi madre llevaba años diciéndome que el poco
tiempo que le quedaba de vida era para perderlo. Y eso es muy peligroso.
-¿Por qué dice eso?
-Porque una persona así es capaz de cualquier
cosa.
Gianfranco llegó a la comisaría de Policía a las
ocho y cuarenta y cinco A.M. y expuso su problema al señor de la entrada.
Y Deperente, cuando escuchó lo del “señor de la
entrada” salir de esos labios entrecortados por el miedo, ya se imaginaba la cara
socarrona del sargento Sinpersonalidad indicándole a ese pobre hombre asustado
de chaqueta encogida, su despacho, el más pequeño y peor acondicionado de la Comisaría.
-Ya no estamos en la época de los gángsteres
matones. El hombre ya ha pisado la luna, y la crisis económica que sufrimos es
por el petróleo, no por las luchas familiares de los Borgia o los Medicis.
-¿Tiene un cigarro?
El Winston pasó de unos dedos serenos a una mano
agitada. Deperente recordó la voz de un cantante de rock de New Jersey al que
había oído cantar en una emisora de radio.
-¿Puedes concretarme más los detalles?
-Me han ordenado que mate a la mujer que más
quiero.
-¿Y lo vas a hacer?
-No. Ya lo he hecho.
Se acordó de la canción. Un río apuraba su curso
sobre un mundo perfectamente controlado por manos invisibles y poderosas, bajo
un cielo que no ofrecía respuestas a dos jóvenes sin futuro.
La madre de Gianfranco desviaba dinero de las
apuestas. Congelaba los dólares en una cuenta suiza y a los dos meses se
repartían por diferentes obras de caridad de todo el mundo.
-Entonces, ¿por qué has venido hasta mí?, ¿para
que te detenga?
-Es posible. No tenía otro sitio donde ir. Y
después de esto ya no sé qué hacer con mi vida.
-Si te llevo ante un Juez, él sí lo sabrá.
-Puede que sea lo mejor. No merezco otra cosa.
Deperente nunca sabrá por qué lo hizo. Sabía muy
bien, eso sí, que Gianfranco no se fugaría porque él era su última y única desesperanza, pero quiso abrirle
una puerta más, aunque estaba claro que no la cruzaría. Cuando se bajó la
bragueta y empezó a miccionar un río amarillento que nacía de su vejiga, un río
también sin respuesta ni futuro, oyó los dos disparos, y aunque no supo quién
los ejecutó, sí supo quién los recibió.
La mañana comenzó a perfumarse de más muerte. El
silencio dio paso a los primeros gritos. Y la sangre alocada de Gianfranco
sobre el sillón, el suelo, la pared y la mesa número veintitrés de aquel bar
situado justo enfrente de la
Comisaría de Policía, podría pasar perfectamente por un
violento cuadro de Jackson Pollock.
(Modisto)
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