domingo, 7 de diciembre de 2014

SOLO TENGO TIEMPO PARA PERDERLO


Las aventuras de Deperente XXXIV

Después de la taza de café, empieza verdaderamente la conversación. Se llenan dos copas de whisky, y las palabras representan otra cosa. Son lo real.

-Mi madre llevaba años diciéndome que el poco tiempo que le quedaba de vida era para perderlo. Y eso es muy peligroso.
-¿Por qué dice eso?
-Porque una persona así es capaz de cualquier cosa.

Gianfranco llegó a la comisaría de Policía a las ocho y cuarenta y cinco A.M. y expuso su problema al señor de la entrada.

Y Deperente, cuando escuchó lo del “señor de la entrada” salir de esos labios entrecortados por el miedo, ya se imaginaba la cara socarrona del sargento Sinpersonalidad indicándole a ese pobre hombre asustado de chaqueta encogida, su despacho, el más pequeño y peor acondicionado de la Comisaría.

-Ya no estamos en la época de los gángsteres matones. El hombre ya ha pisado la luna, y la crisis económica que sufrimos es por el petróleo, no por las luchas familiares de los Borgia o los Medicis.
-¿Tiene un cigarro?

El Winston pasó de unos dedos serenos a una mano agitada. Deperente recordó la voz de un cantante de rock de New Jersey al que había oído cantar en una emisora de radio.

-¿Puedes concretarme más los detalles?
-Me han ordenado que mate a la mujer que más quiero.
-¿Y lo vas a hacer?
-No. Ya lo he hecho.

Se acordó de la canción. Un río apuraba su curso sobre un mundo perfectamente controlado por manos invisibles y poderosas, bajo un cielo que no ofrecía respuestas a dos jóvenes sin futuro.

La madre de Gianfranco desviaba dinero de las apuestas. Congelaba los dólares en una cuenta suiza y a los dos meses se repartían por diferentes obras de caridad de todo el mundo.

-Entonces, ¿por qué has venido hasta mí?, ¿para que te detenga?
-Es posible. No tenía otro sitio donde ir. Y después de esto ya no sé qué hacer con mi vida.
-Si te llevo ante un Juez, él sí lo sabrá.
-Puede que sea lo mejor. No merezco otra cosa.

Deperente nunca sabrá por qué lo hizo. Sabía muy bien, eso sí, que Gianfranco no se fugaría porque él era su última y única desesperanza, pero quiso abrirle una puerta más, aunque estaba claro que no la cruzaría. Cuando se bajó la bragueta y empezó a miccionar un río amarillento que nacía de su vejiga, un río también sin respuesta ni futuro, oyó los dos disparos, y aunque no supo quién los ejecutó, sí supo quién los recibió.

La mañana comenzó a perfumarse de más muerte. El silencio dio paso a los primeros gritos. Y la sangre alocada de Gianfranco sobre el sillón, el suelo, la pared y la mesa número veintitrés de aquel bar situado justo enfrente de la Comisaría de Policía, podría pasar perfectamente por un violento cuadro de Jackson Pollock.


(Modisto)


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