Las aventuras de Deperente LII
No es que aquel caso
estuviese en punto muerto, o en un callejón sin salida, como dirían otros, o en
un punto de inflexión como afirmarían con rotundidad los más resabiados. El
caso se enmarcaba en una casa de dos pisos con cinco muertos, cada uno con un
punto en la frente, hecho con la cera de una vela que podía perfectamente adornar
un callejón de fauces voraces dispuestas a devorar cualquier modulación que el
tiempo hubiera dejado colgada en una inesperada salida de salmón ahumado para
cenar.
Mil novecientos noventa y
siete no venía siendo un año especialmente divertido o sorprendente en la vida
del Teniente Deperente del Departamento de Policía del Amor. Era casi para
bostezar. Y sin embargo, ahora, cinco cadáveres lo miraban con sus ojos bien
abiertos, secos y suplicantes, esperando de él una respuesta. Si la mujer de
piernas largas y melena triste se hubiera decidido a cambiar su vida y a
mantener su domicilio, se hubiera espantado ante el espectáculo tétrico y
deformantemente cubista sobre el que Deperente paseaba sus ojos si aquella
mañana lo hubiera acompañado. Pero quizás también su vida no tenía por qué
haber cambiado en esa dirección. Deperente no lo sabría nunca.
El estupor del momento no
ha venido a hacerles la vida más agradable, sino a amordazarlos en su propia
miseria; por eso, Deperente, abandonó aquel lugar con la misma sensación que se
siente al haber abandonado a una hermosa mujer: la de no saber nada. El grupo
de muertos había vivido sus últimos minutos de vida impregnado de un ritual de
tumulto de muerte en el que habían confundido la religión con un no querer ya
vivir en este valle de lágrimas. En aquel momento, su melena triste dibujaría
todos los colores del arcoíris bien lejos. Pero eso, Deperente, tampoco lo
sabría nunca.
(Modisto)
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