sábado, 27 de junio de 2015

NOCHE DE GRIETAS AÚN SIN FONDO


Las aventuras de Deperente LIII


Cassius Clay boxeaba aquella noche de luces de esmeralda fuera de la presión del tiempo y lejos de la cárcel del espacio. Se reuniría de nuevo con la gloria en el santuario del Madison Square Garden, el lugar donde más nítidamente se perfilaba la brillante armonía de los dioses.

Con un Zippo de llama alta, Miroslav Pantic encendió su puro habano y le sonrió al todo el público que desde arriba concentraba la vista en el punto del cuadrilátero. Ser asesor de una embajada tenía sus ventajas y él las sabía aprovechar al máximo. Desde su silla casi le salpicaría el sudor de los cuerpos excitados por la violencia de los púgiles, y podría oír el rugido de sus golpes. Un asiento en la fila dos no lo consigue cualquiera.

Mucho más arriba, en las gradas, Deperente encendió un cigarro y bebió un trago de su petaca. Hablar era imposible en la serpiente de aquel griterío. Por eso, y porque había ido solo, se dedicó a mirar aquellos rostros de acordes desacordados unidos por la sed de sangre de nuestros antepasado primates. Deperente iba al boxeo a disfrutar del baile de piernas, a saborear cada giro de cintura esquivando puñetazos armónicamente unido a un cuello que se recoge y se estira, retrocede y se acompasa en el uno dos de una combinación de golpes musicales. A Deperente le dio por calcular cuántos espectadores estarían allí por las mismas razones que él, y rápidamente llegó a la conclusión que serían muy pocos.

La figura de Alí es la de un coloso que sacude el viento con solo su mirada, y cuando saluda, no es Nueva York la que grita y se pone en pie, parece que fuera el mundo congelado en ese estruendo. Nadie sabrá nunca por qué Pantic giró su cabeza en ese instante de gloria y fijó sus diminutos ojos de profunda mina en un hombre con sombrero sentado en la grada que a su vez lo miraba. Y Deperente pensó que ese rostro crispado con armazón de hierro y pinchos, jamás sería capaz de amar a nadie.

Ambos se eran desconocidos, y no se conocerán hasta muchos años después. Óscar Bonavena aguantó casi todo el vendaval de golpes que le llegó de aquel gigante neoyorquino, mientras en Yugoslavia se vivía una paz metida entre los dientes.



(Modisto)

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