Las aventuras de
Deperente III
Aquella mañana, había un ritmo
anormalmente frenético de trabajo en el Departamento de Policía del Amor. Todos
se aplicaban a su tarea, salvo el Teniente Deperente, que fijaba su vista y la
perdía en las pompas inquietas que circulaban por la pantalla del ordenador.
Nadie le dijo nada y nadie reparó en su estatismo, quizás porque Deperente era
un policía más bien estático. Y todos lo sabían. Y Deperente era en esos
momentos un vacío, un apenas nada. En el instante en que fue cogida esta imagen
y traspasada al papel, Deperente pensaba en la guerra de Yugoslavia, que ahora
es la antigua Yugoslavia, pero que entonces aún era Yugoslavia. Y pensaba en la
sangre derramada de los niños y en el sufrimiento de todos, en cómo se
disparaban los unos a los otros, sin más sentido que el de dispararse. La
guerra trae muertos y los muertos ya no son vivos. Y los vivos aún no son
muertos, pero en cualquier momento lo serán. Son cosas de la vida.
La hoja de papel que,
arrugada, escondía su puño, contenía la dirección de un asesino de los de
verdad, que se escondía en un apartamento de Nueva York que él debía visitar
aquella mañana de ritmo frenético para la mayoría.
De pronto, y esto sí que lo
notaron sus compañeros, se levantó de golpe de la silla, respiró profundamente
un par de veces, se puso la chaqueta y comenzó a andar con pasos lentos pero
firmes, primero hacia la salida, y luego hasta su coche, que en realidad no era
suyo, sino del Departamento. Su rostro dibujó una sonrisa. El hecho de ser
quien iba a esposar a un asesino de verdad, le arrastró a una memoria de verdes
colinas y pastos inmaculados. Iba a hacer justicia.
(Modisto)
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