Las aventuras de Deperente XLIX
Encendió un cigarro y la
miró directamente a sus ojos derrotados en una tormenta de desconcierto. Casi,
y es que seguro, no cabía más, la Sexta
Avenida era una zona devastada por el aquí y por el allá de
gente que en el aquí y en el allá sigue pasos ciegos de no se sabe su
procedencia.
Deperente recorrió su rostro
de enfermedad con la mirada y con sus dedos. De hecho, hicieron el amor con
solo mirarse y con casi sin tocarse. Y el viento era una huida de galgos. Y
Secominuca creía estar sentada en un trono de Reina
Todo venía de mucho atrás,
y todo se agolpaba en ese instante. Dos personas que se miran con amor infinito
y nadie los ve. Son los únicos en el huracán de un mediodía de Nueva York y era
una despedida de no te vayas y de no se sabe cuánto tiempo porque te tienes que
ir. Porque el tiempo es una masa que se acorta, que se expande y que se diluye.
Un dominador ingrato de los sentimientos humanos. Deperente y Secominuca eran
dos seres humanos a la vez enamorados y separados por el fantasma del tiempo,
que se colaba por la puerta de atrás de sus corazones.
Alguien gritaba en la calle
y millones de ruidos se trenzaban en el aire de océanos de fracasos. Pero ellos
no podían distraerse con miserias humanas. Ellos seguirían así eternamente si
no fuera porque cualquier guerra tiene sus propias normas, como las tiene la
vida, o el motor de la vida, que es el amor. Y ni Deperente ni Secominuca
querían soltarse de aquel paracaídas hasta que el anochecer o el verbo
recapacitar, o ambos, les hizo dar un salto atrás y seguir andando cada uno por
ahí y por allá, bordeando los márgenes de la vida.
(Modisto)
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