Las aventuras de Deperente L
La madrugada se madrugaba
de veneno corrompido, como una silueta sin forma. Y las estrellas agujerearon
la noche. Había un aire turbio de no saberse. Un aire que iba de una esquina a
la otra sin parecerse y sin nombrarse. Sin embargo, la madrugada era, a esa
hora, un caballo que aún no había llegado a su meta.
Deperente vivía una tarde
con aire de haber perdido el tiempo, aunque todo el día hizo lo posible por
parecer a los ojos de los demás, un policía ocupado. Pensó en definitiva, que
tampoco tenía que torturarse tanto, veía a diario a montones de policías
desocupados, y muchos de ellos cobraban bastante más que él.
Ocultó la Olivetti , hoy inmaculada,
bajo el tapete negro, y empezó a verse ya en la calle con gabardina y sombrero.
La Olivetti
anónima apareció hacía cinco años en su despacho misteriosamente, con una nota
inaccesible a su inteligencia, donde decía que había pertenecido a un afamado
escritor cuyo nombre no se podía revelar. No hizo más cuenta de todo aquello y
nunca fue el momento de ponerse a pensar en ello para encontrar una solución.
Era el momento de respirar el aire impuro de Nueva York, y viciarlo aún más con
sus cigarrillos que a su vez
viciaban su cuerpo ya viciado de whisky.
Se conocieron sin
conocerse cuando ella entraba y él estaba a punto de salir de la Comisaría de Policía.
Ella venía de muy lejos y se hizo llamar Cinthia Glodsmith, que resultó ser su
nombre auténtico en aquella historia de autenticidades. Compartieron mesa en un
bar próximo, y los dos maletines que ella transportaba y hacían clock clock al
compás de sus pasos, parecían mirarlos desde una profundidad helada.
A ambos les llegó la
madrugada y de por qué viniste hasta mí, y bueno, leí una noticia donde
desentrañabas un caso de orquídeas, y desde ese momento supe que algo debía
hacer hasta encontrarte, y se me cruzó en la vida una noche donde mi madre y mi
marido creían que yo era una sombra desaparecida por unos días, y cuando
llegué, los vi enredados en mi cama, y yo sabía dónde estaba el arma sin atender
a los ruegos de los dos que jadeaban ahora clemencias de niños perdidos en una
gran ciudad, y cuando disparé sobre sus cuerpos no sentí nada, ni pena ni
gloria, solo un deber cumplido de hojas de otoño. Mi madre se retorció durante
minutos de espanto, pero él murió en un segundo.
En fin, después de todo
aquello recorrió en su coche el país de parte a parte. Su trabajo de enfermera
le ayudó a trocear sus cuerpos e invitarlos a un viaje.
Deperente la veía, ya casi
en el amanecer, a través de las ventanas de cualquier bar de la ciudad,
alejarse acompañada amablemente por dos agentes que le transportaban los restos
de su madre y de su esposo, y donde se alojaban los últimos restos de su propia
vida.
(Modisto)
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