sábado, 23 de mayo de 2015

TANTOS DESCUBRIMIENTOS QUE NO


Las aventuras de Deperente L


La madrugada se madrugaba de veneno corrompido, como una silueta sin forma. Y las estrellas agujerearon la noche. Había un aire turbio de no saberse. Un aire que iba de una esquina a la otra sin parecerse y sin nombrarse. Sin embargo, la madrugada era, a esa hora, un caballo que aún no había llegado a su meta.

Deperente vivía una tarde con aire de haber perdido el tiempo, aunque todo el día hizo lo posible por parecer a los ojos de los demás, un policía ocupado. Pensó en definitiva, que tampoco tenía que torturarse tanto, veía a diario a montones de policías desocupados, y muchos de ellos cobraban bastante más que él.

Ocultó la Olivetti, hoy inmaculada, bajo el tapete negro, y empezó a verse ya en la calle con gabardina y sombrero. La Olivetti anónima apareció hacía cinco años en su despacho misteriosamente, con una nota inaccesible a su inteligencia, donde decía que había pertenecido a un afamado escritor cuyo nombre no se podía revelar. No hizo más cuenta de todo aquello y nunca fue el momento de ponerse a pensar en ello para encontrar una solución. Era el momento de respirar el aire impuro de Nueva York, y viciarlo aún más con sus cigarrillos que a su vez viciaban su cuerpo ya viciado de whisky.

Se conocieron sin conocerse cuando ella entraba y él estaba a punto de salir de la Comisaría de Policía. Ella venía de muy lejos y se hizo llamar Cinthia Glodsmith, que resultó ser su nombre auténtico en aquella historia de autenticidades. Compartieron mesa en un bar próximo, y los dos maletines que ella transportaba y hacían clock clock al compás de sus pasos, parecían mirarlos desde una profundidad helada.

A ambos les llegó la madrugada y de por qué viniste hasta mí, y bueno, leí una noticia donde desentrañabas un caso de orquídeas, y desde ese momento supe que algo debía hacer hasta encontrarte, y se me cruzó en la vida una noche donde mi madre y mi marido creían que yo era una sombra desaparecida por unos días, y cuando llegué, los vi enredados en mi cama, y yo sabía dónde estaba el arma sin atender a los ruegos de los dos que jadeaban ahora clemencias de niños perdidos en una gran ciudad, y cuando disparé sobre sus cuerpos no sentí nada, ni pena ni gloria, solo un deber cumplido de hojas de otoño. Mi madre se retorció durante minutos de espanto, pero él murió en un segundo.

En fin, después de todo aquello recorrió en su coche el país de parte a parte. Su trabajo de enfermera le ayudó a trocear sus cuerpos e invitarlos a un viaje.

Deperente la veía, ya casi en el amanecer, a través de las ventanas de cualquier bar de la ciudad, alejarse acompañada amablemente por dos agentes que le transportaban los restos de su madre y de su esposo, y donde se alojaban los últimos restos de su propia vida.



(Modisto)

No hay comentarios:

Publicar un comentario