Las aventuras de Deperente XXXVIII
-Te juro, y jamás he jurado en mis cincuenta y cinco
años de vida, que como le hagas daño a mi hija, no duras más de veinticuatro
horas. No lo dudes.
Y Porfiadis, emigrante griego llegado a Nueva York
en el año treinta y ocho siendo un adolescente, le sonrió al que llevaba todas
las papeletas de convertirse en su yerno en aquel año de mil novecientos
setenta y ocho, cuando ya era un veterano en la lucha por la vida, y cuando el
lustro que llevaba de viudo le había hecho endurecerse aún más en la dura
existencia que le tocó en suerte.
Al joven que tenía delante le temblaban manos,
pies y todo el cuerpo. Y no podía disimularlo.
Dos años después, cuando una tarde el sol de
apoderaba de los poros de los neoyorquinos hasta hacerlos reventar en mares de
sudor, el joven Tembleque mató sin previo aviso a la joven Expectante, después
de haberla golpeado repetidas veces y de haberla violado hasta hacerla reventar
por boca y oídos. Y le hizo perder, no solo la vida sino también al hijo que
cobijaba en sus entrañas.
Cuando fue a arrestar a Porfiadis, Deperente
sintió náuseas, se acordó instintivamente de la secuencia inicial de El padrino, de los gestos reposados de Marlon Brando y de sus palabras resbaladizas pero firmes, cálidas y tenebrosas,
siempre en un tono exageradamente bajo. Y el cielo de Nueva York quería querer
romperse como un juguete en manos de un niño, quería querer convertirse en la
maldición que muchos años después se convirtió.
(Modisto)
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