Las aventuras de Deperente XXXVII
Deperente nunca durmió ni
mucho ni bien. Si lo hubieran enterrado, en su epitafio podría decir: “Si
dormir es un placer, yo jamás saboreé un caramelo”. Cuatro horas, cinco a lo
sumo, era la medida perfecta. Las tripas se le salían por la boca si algún día
se acostaba como un ciudadano normal y dormía ocho horas. Pero sus sueños eran
profundos y bellos. Un campo de naranjos adornaba sus paseos por la noche.
Alguna emboscada por la selva del Vietnam. El reposado colorido de un atardecer
adormilado en el cuerpo generoso del puente de Brooklyn. Bill Evans al piano. Un
beso de Secominuca.
(Modisto)
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