VEO
LA PLAYA Y TE VEO A TI
El avión era de tanto
lujo como que era casi exclusivamente para mí y para mi silla, mi acompañante
incansable desde hacía una década, como antes lo había y hasta ahora y hasta
siempre lo era el recuerdo de Michelle desde que la conocí en aquel pueblo de
la costa noroeste de Francia donde desembarcó el horror de miles de jóvenes y
su rabia y el sin sentido que hasta allí los llevó, ese grupo multitudinario de
jóvenes que a esa hora de la mañana deberían estar durmiendo la resaca de la
noche anterior.
Viajamos tan a gusto a
velocidad de crucero, que yo tenía tiempo de sobra, cuando yo ya había
sobrepasado los noventa años y cuando ya el tiempo no es lo que más me sobra,
de pensar en mi plan de fuga para encontrarme de nuevo con ella cuando ella ya
no estaba ni allí ni en ninguna parte que no fuera en mi recuerdo, y yo casi de
los mismo, pero con unos días de poder decidir si podía hacer esto o aquello
aunque ni las piernas ni mi corazón me respondieran. Era por eso por lo que yo
tenía respuestas para algunas cosas pero para la inmensa mayoría de ellas, no.
Pero como si Michelle aún me estuviera esperando, sin que ella ni yo lo
supiéramos, como cosas del destino que es capaz de unir a dos jóvenes durante
una escapada de pocos días donde él ha desembarcado en una playa que lo recibe con
tantos disparos, como estrellas tiene el cielo, y la ingenua juventud tiene de
sueños. Y fue allí donde nos enamoramos, bueno, un poco más allá, en tu pueblo,
Michelle, que olía a croissant y a mermelada y a café de la mañana, solo al
vernos, y fue allí donde hicimos el amor y fue allí donde nos separamos al
poco, cuando la tropa fue enviada para seguir andando heroicamente hasta llegar
a París, y fue desde allí desde donde me llegó una carta de Michelle, cuando mi
cuerpo ya no me respondía si no era con una silla, esa carta en un francés tan
poco académico como poco académicos son los adioses que nunca se van a
recomponer en un nuevo saludo, ni en una nueva manera de hacernos el amor, que
estaba a punto de morir y que nunca me había olvidado como yo nunca me había
olvidado de ella cuando nos hablamos y cuando nos hicimos el amor tan poco y
tan intenso en aquel pueblo cercano a una playa fría de Normandía bajo el
tremendo rugido de la posible muerte que nos buscaba, como rata busca la
miseria, cuando éramos tan jóvenes.
El avión aterrizó
suavemente y yo me despedí de todos, no sabía si para siempre, pero sí desde
luego para el rato que me llevara volver a ser un soldado neoyorquino en la
playa donde encontró su amor y casi encuentra la muerte. Supongo que los presidentes
me estarían esperando para conmemorar el setenta y cinco aniversario de algo
que nunca tuvo que ocurrir, pero mi seis de junio era muy distinto al de ellos,
aunque todos estuviéramos en la playa de Omaha.
(Modisto)
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