jueves, 6 de junio de 2019


VEO LA PLAYA Y TE VEO A TI

El avión era de tanto lujo como que era casi exclusivamente para mí y para mi silla, mi acompañante incansable desde hacía una década, como antes lo había y hasta ahora y hasta siempre lo era el recuerdo de Michelle desde que la conocí en aquel pueblo de la costa noroeste de Francia donde desembarcó el horror de miles de jóvenes y su rabia y el sin sentido que hasta allí los llevó, ese grupo multitudinario de jóvenes que a esa hora de la mañana deberían estar durmiendo la resaca de la noche anterior.

Viajamos tan a gusto a velocidad de crucero, que yo tenía tiempo de sobra, cuando yo ya había sobrepasado los noventa años y cuando ya el tiempo no es lo que más me sobra, de pensar en mi plan de fuga para encontrarme de nuevo con ella cuando ella ya no estaba ni allí ni en ninguna parte que no fuera en mi recuerdo, y yo casi de los mismo, pero con unos días de poder decidir si podía hacer esto o aquello aunque ni las piernas ni mi corazón me respondieran. Era por eso por lo que yo tenía respuestas para algunas cosas pero para la inmensa mayoría de ellas, no. Pero como si Michelle aún me estuviera esperando, sin que ella ni yo lo supiéramos, como cosas del destino que es capaz de unir a dos jóvenes durante una escapada de pocos días donde él ha desembarcado en una playa que lo recibe con tantos disparos, como estrellas tiene el cielo, y la ingenua juventud tiene de sueños. Y fue allí donde nos enamoramos, bueno, un poco más allá, en tu pueblo, Michelle, que olía a croissant y a mermelada y a café de la mañana, solo al vernos, y fue allí donde hicimos el amor y fue allí donde nos separamos al poco, cuando la tropa fue enviada para seguir andando heroicamente hasta llegar a París, y fue desde allí desde donde me llegó una carta de Michelle, cuando mi cuerpo ya no me respondía si no era con una silla, esa carta en un francés tan poco académico como poco académicos son los adioses que nunca se van a recomponer en un nuevo saludo, ni en una nueva manera de hacernos el amor, que estaba a punto de morir y que nunca me había olvidado como yo nunca me había olvidado de ella cuando nos hablamos y cuando nos hicimos el amor tan poco y tan intenso en aquel pueblo cercano a una playa fría de Normandía bajo el tremendo rugido de la posible muerte que nos buscaba, como rata busca la miseria, cuando éramos tan jóvenes.

El avión aterrizó suavemente y yo me despedí de todos, no sabía si para siempre, pero sí desde luego para el rato que me llevara volver a ser un soldado neoyorquino en la playa donde encontró su amor y casi encuentra la muerte. Supongo que los presidentes me estarían esperando para conmemorar el setenta y cinco aniversario de algo que nunca tuvo que ocurrir, pero mi seis de junio era muy distinto al de ellos, aunque todos estuviéramos en la playa de Omaha.

(Modisto)

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