TARDES DE CINE
Puede ser que lo haya
contado alguna vez, pero no importa. Lo volvería a hacer miles de veces. Son
esas cosas del orgullo lo de repetirse. Por la tardes iba al cine hasta que
durante la semana el dinero me aguantara, que era sobre el jueves o apurando
hasta el viernes, en uno u otro caso tenía que esperar hasta el lunes para volver
a la sala sin importarme no tener palomitas, ni la película que proyectaran, se
apagaban las luces, comenzaban los tráilers de los próximos estrenos que yo
también vería, y justo cuando estos terminaban y se inundaban durante unos segundos
un fundido en negro que a continuación daría paso al Caudillo Generalísimo y su
No-Do, yo encendía un cigarrillo a eso de mis catorce o quince años, que iba a
durar bien poco, pues ese punto de luz llamaría la atención de algún acomodador
de los que siempre hay, un buen profesional y perfecto cumplidor de sus
obligaciones, que seguro que se acercaría a donde yo había estado, pero que ya
no estaba, pues a la tercera calada yo ya salía disparado hacia la pantalla
adelantándome a la primera fila y desde allí, y bien cerca, sacaba el huevo del
bolsillo de mi gabardina aunque fuera verano, y lo estrellaba justo hasta dar
en el ridículo bigote de aquel ridículo y sangriento hombre que dedicó toda su
vida a joder y a destrozar la vida de otros, que simple y afortunadamente no
eran como él. La pantalla cogía una tonalidad anaranjada, amarillenta y
chorreante de un huevo caducado, la gente se sorprendía, y a mí, a veces, me
pillaban y otras veces no. Era el destino de los que amábamos el cine cualquier
tarde de la semana.
(Modisto)
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