miércoles, 14 de agosto de 2019


TARDES DE CINE

Puede ser que lo haya contado alguna vez, pero no importa. Lo volvería a hacer miles de veces. Son esas cosas del orgullo lo de repetirse. Por la tardes iba al cine hasta que durante la semana el dinero me aguantara, que era sobre el jueves o apurando hasta el viernes, en uno u otro caso tenía que esperar hasta el lunes para volver a la sala sin importarme no tener palomitas, ni la película que proyectaran, se apagaban las luces, comenzaban los tráilers de los próximos estrenos que yo también vería, y justo cuando estos terminaban y se inundaban durante unos segundos un fundido en negro que a continuación daría paso al Caudillo Generalísimo y su No-Do, yo encendía un cigarrillo a eso de mis catorce o quince años, que iba a durar bien poco, pues ese punto de luz llamaría la atención de algún acomodador de los que siempre hay, un buen profesional y perfecto cumplidor de sus obligaciones, que seguro que se acercaría a donde yo había estado, pero que ya no estaba, pues a la tercera calada yo ya salía disparado hacia la pantalla adelantándome a la primera fila y desde allí, y bien cerca, sacaba el huevo del bolsillo de mi gabardina aunque fuera verano, y lo estrellaba justo hasta dar en el ridículo bigote de aquel ridículo y sangriento hombre que dedicó toda su vida a joder y a destrozar la vida de otros, que simple y afortunadamente no eran como él. La pantalla cogía una tonalidad anaranjada, amarillenta y chorreante de un huevo caducado, la gente se sorprendía, y a mí, a veces, me pillaban y otras veces no. Era el destino de los que amábamos el cine cualquier tarde de la semana.

(Modisto)

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